Perro dog (David Martín del Campo)

David Martín del Campo. Perro dog. Alfaguara Juvenil.

Llegaría tarde a la cita. La ciudad, a ratos, se vuelve imposible. Hay ciudades para ser caminadas, otras que son simplemente imperfectas, pero la suya era punto menos que imposible. “Una ciudad enemiga” arrojándole todo tipo de afrentas: el ruido de los cláxones y motores, las aceras apropiadas por el comercio informal, los registros del drenaje sin sus tapaderas de hierro, basura de los árboles en floración (los pocos árboles) y del tráfago peatonal. El cielo invadido por todo tipo de cables y antenas y horrorosos tinacos de asbeto y plástico negro en las azoteas como testigos orondos de que el servicio del agua en su ciudad -esos bodrios lo confirmaban- era irregular, esporádico, casi una limosna civil. Y luego los anuncios panorámicos, que la publicidad llamaba “espectaculares”, donde lo mismo se difundía la telefonía móvil que las vacaciones VTP a la playa, remedios contra el cáncer que lencería femenina, automóviles a plazos, candidatos sonrientes prometiendo un país inalcanzable, jarabes para la tos, sillas modulares, remedios para las hemorroides, gelatinas dietéticas, aire. Eso ofrecía el alto anuncio, todo en azul y con ribetes como de nubes desleídas: “Cambie de aire, cambie de ciudad. Rinconada de San Alfonso, 40 minutos al sur, lotes desde 120 metros cuadrados”.

Estuvo a punto de cometer uno de los peores crímenes ciudadanos. Iba a pisar una caca de perro. Estaba ahí, en mitad de la banqueta -como para morirse- pero un reflejo animal le impidió ensuciarse. “Lotes desde 120 metros.” Llegaría tarde, sí.

Revisó la carátula de su reloj. La puntualidad era un lujo en su ciudad. Llegar diez minutos tarde no exigía ofrecer disculpas. Escuchó entonces un rumor escurridizo, un trote. Se volvió hacia atrás y vio al perro. Parecía acompañarlo.

Había que darse prisa. ¿De qué iban a conversar? De todo: la familia, ese dolorcito pasajero del codo, la política, el plan de visitar aquel país de guitarras y vino barato, y al final, tal vez (si se daban las condiciones) hablar del proyecto. EL PROYECTO, con mayúsculas, porque dos años atrás, en una charla similar, surgió otro plan con minúsculas cuya plusvalía le permitió vivir casi medio año. Y encima el calor.

Dándose prisa quizá llegaría doce, quince minutos tarde, pero llegaría sufriendo por la transpiración, los pies hinchados y el recuerdo -por supuesto- de su padre.

Ahora el perro se le emparejaba. Trotaba a su lado con mirada impasible. Un ejemplo de rastrera dignidad. Tal vez iba a otro proyecto, menos principal, y no se amilanaba. Comer bazofias, mear postes, fornicar a la intemperie, cagar jardineras, morir atropellado. No es muy complicada la vida de un perro. Y para demostrarlo ahí marchaba a su lado, el rabo garboso, hacia un proyecto con minúsculas pedestres.

Así había muerto su padre. Aquel día iba a celebrarse la final del campeonato y necesitaba comentar con los amigos algunos detalles del juego anterior, las mañanas inicuas del árbitro, aquel gol anulado en el minuto cuarenta y tres, y quizá apostar media pensión. Se apresuraba, revisaba el discreto bulto de su cartera (que al desaparecer complicó enormemente las cosas). Se apresuraba. Le faltaba cruzar la gran avenida -a dos cuadras del cafetín donde los amigos- cuando cayó fulminado. “Murió como perro, en mitad de la calle”, se burlaron luego en el velatorio, aunque aquello no faltó demasiado a la verdad. Sin documentos, porque el primer listo le birló la cartera al practicarle dizque los primeros auxilios, el cadáver resposó en la morgue hasta que fue rescatado, muy tarde esa noche, cuando en el estadio de futbol su equipo se llevaba el campeonato.

De modo que cuál es la prisa. El dolor en el codo podría ser un quiste, lo había leído en una revista femenina, un asomo de gota, no le sorprendería, artritis reumatoide. ¿Así había comenzado mamá? Y el perro a su lado, sin alojar, parecía confirmar sus pensamientos. ¿Cómo dice el refrán? Más vale trote que dure… No. Paso que dure, que trote que canse. Estuvo a punto de comentárselo al perro. Él, por lo menos, sabía de eso.

Mamá. Por su culpa era que estaba inmerso en esa brega metalizada. Es lo que había diagnosticado el médico. Una cirugía oportuna le aseguraría la movilidad por unos años, eludir la operación terminaría por postrarla y entonces la silla de ruedas se convertiría en su agonía portátil. Y la intervención iba a costar… lo que iba a costar. ¿Cuánta gente sobrevive, ¡demonios!, lo que se dice “al día”? Todo empezó con aquellos piquetes “como de alfiler”, dijo ella, en el codo izquierdo. De ahí que, ojalá, la charla con MM derivara naturalmente al asunto de EL PROYECTO. ¿Por qué no? Los años malos son buenos para los audaces, y los buenos, magníficos.

-¿Tú no tienes artritis reumatoide? -le preguntó al perro, pero el chucho apenas si volteó a escucharlo.

Are you talking to me?, imaginó que le respondía, y soltó la carcajada. Después de todo ya le resultaba simpático. Era un can sin alcurnia. Los perros callejeros no tiene dueño, obviamente, así que pertenecen -por lo mismo- a todos. Son el perro de la ciudadanía y, extremando la reflexión, los dueños de la ciudad. No pagan impuestos. Ladran cuando se enfurecen. Duermen al sol. Comen lo que sea. Pelean su territorio a tarascadas y un mal día, arrinconados por la brigada sanitaria, terminan sus días en la jaula del Resguardo Antirrábico. Semanas atrás leyó el reportaje. El redactor había sido guiado por un militante ecologista, de esos que antes se conformaban con pertenecer a la Sociedad Protectora de Animales. El procedimiento era sencillo, incluso rutinario. Cada mañana las camionetas del servicio sanitario capturaban una docena de perros, principalmente en los mercados públicos. Las presas eran trasladadas a las jaulas del Resguardo Antirrábico; si al cabo de tres días no habían sido reclamadas, procedía el trámite de “eliminación”. Un electrodo reposaba dentro de la cubeta de agua, el otro en el charco recién disperso. Luego de aquellos días de ayuno el perro acudía sediento, y bebiendo recibía la descarga que lo fulminaba. “¿No era eso una crueldad?”, le había recriminado el reportero al director del Resguardo, a lo que el otro respondió: “No. Es cosa de economía. Una bala cuesta cinco pesos, el kilo de fluoruro está en veinte pesos; la electricidad no nos la cobran. Somos instancia federal.”

-¿Vas camino al cadalso? -volvió a preguntarle, sin aflojar la marcha, y esta vez el perro volteó a mirarlo. ¿Me decías?

No es ningún secreto. La mitad de los perros domésticos son recogidos. Rescatados, asilados, recuperados en la calle. Uno de cada siete recibe por nombre -hay que adivinarlo- el de “Solovino”. Otros son bautizados con apelativos de pueril sencillez: “Charly”, “El Mechas”, “Blackie”, “Wendy”, “Cofy”, “Estopa”, “Tití”, “Pipo”, “Firuláis” (obviamente) o “Perro”, llana, genérica, limpiamente.

-Perro dog -volvió a nombrarlo, y que ni fuera a imaginar que lo llevaría a casa. No. De ninguna manera.

Aquel era un mundo por demás mercantilizado. Donde antes hubo lazos, huesos, andrajos y latas con agua, ahora habían sido reemplazados con vacunas, collares de importación, croquetas integrales, juguetes ruidosos, casetas de fibra de vidrio, correas extensibles, palas articuladas para recoger boñiga, jabones antipulgas y masticaderas de carnaza.

Si nos acogemos a los ciclos elementales, después de todo, la vida no es tan dura. Cuando es temprano se aprovecha la descarga en las carnicerías y los mercados; si es tarde se visitan los tiraderos y el basurero de los restaurantes; si llueve hay un centenar de portales disponibles en los edificios del barrio, y agua se consigue siempre en los parques públicos después del regadío.

Lo que resulta imprescindible es no detenerse. Ser los primeros en dar con la sorpresa. Una bolsa con tortillas, un huacal de pollo, un pan duro, un olote a medio roer, una lata de sardinas despanzurrada, una golosina, un taco arrebatado a los borrachines.

Vida es lo que sobra. Trajinar, husmear, excretar, bravuconear, no detenerse. La ciudad lo tiene todo, es hermosa, nada le sobra, permite vivir sin congojas. Adelantar, deambular, pasear porque la vida, después de todo, es para los ambulantes. Disfrutar los andurriales, descubrir recovecos, hallar el amor a olfateadas. Dormitar, rascarse, desperezarse con la primera luz. Rebuscar, acechar, reconocer. Mear, defecar, eyacular, parir, amamantar. Aullar, gruñir, ladrar pero, sobre todo, vagar. Recorrer todas las calles, marcar el territorio, eludir a los monstruos con ruedas. Desplazarnos sin prisa; andarines que somos, nunca llegaremos tarde porque no existen las citas. Andar lo es todo, aunque se nos arrimen esos especímenes comidos por las ansias. La prisa es absurda, desazón ridícula, como este sujeto abatido junto a mí. Llegó a tiempo pero lo venció el calor. Ahora que agoniza embarrado en mi mierda -¿quién lo manda a resbalar?- al fin se percata de que mis ojos son los suyos y mirándome ahora que murmura: Perro dog… se está mirando a sí mismo con ésa su última sonrisa, que es como un canto de redención.

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